De un tiempo a esta parte
se vigila los pies sin disimulo,
convencido de su incierta trayectoria.
Y alguna vez se los quita
ante el estupor de los transeúntes
no sin antes haberse disculpado.
En otros momentos en su dormitorio,
cuando la soledad es más intensa,
les da un giro de ciento ochenta grados
y se pone a rezar un padrenuestro
a los pies de su cama
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